Luego de
pensar un tiempo sobre mis experiencias en las prácticas pedagógicas, recordé
con mucha claridad a una nena en particular de una sala de dos años, SOL.
Sol, es una
de las niñas mas grandes, llegaba al jardín acompañada, como la mayoría de los
niños, por su mamá y en ocasiones por su papá.
El mes que compartí las mañanas en la sala Sol ingresaba
llorando, su mamá o papá se retiraban luego de acompañarla hasta la puerta de
la sala, y su llanto crecía a pasos agigantados.
Durante el momento
de ingreso, Sol solía tirarse al piso boca abajo mientras lloraba de manera tal
que generaba en mí una sensación de angustia e incertidumbre al no poder
decodificar sensiblemente el producto que causaba su llanto.
Generalmente
cuando esto sucedía sus compañeros
acostumbraban a acercarse a Sol, algunos tocándola y otros permanecían
observándola.
Se ve claramente cómo los niños, reconocen
cierta angustia y sentimientos de tristeza en otro par y responden
empáticamente a esa aflicción, interesándose por su estado sensible. Muestran,
además, atención, curiosidad y comprensión de la causa de la angustia.
Lejos de
poner palabras, afectividad y disposición corporal a esta situación que parece
incluir a todo el grupo de niños, las docentes se limitaban a decir “Basta
Sol” “Ya está” “Sol, veni a sentarte”,
continuando con la jornada como si nada estuviese sucediendo con esa pequeña.
En
ocasiones, las docentes solían tomar su chupete y colocárselo como diciendo
“Basta”, el llanto de la niña disminuía lentamente por unos instantes y, al
cabo de unos minutos estaba llorando nuevamente.
Pero Sol…
¿Realmente quería su chupete? ¿Esa era la causa de su llanto? Considero que no,
¿Habrán reparado en ello sus docentes?.
Es acá
cuando pienso que la escucha y la observación activa cobran un rol protagónico en
el Jardín Maternal. La escucha permite recibir la palabra del otro y darle un
lugar en el pensamiento; la observación atenta buscando la mirada para
comunicarse, tratando de interpretar qué necesita, permite comprender y ayudar
al otro. Sin embargo, en aquella sala, la falta de algunas de estas estrategias
docentes conllevaba a una interpretación
simplista de la situación, lo que imposibilitaba percibir con claridad qué le
pasaba o necesitaba Sol.
Puedo evocar
numerosas ocasiones y momentos en los que Sol lloraba desconsoladamente y su
llanto era ignorado por los adultos que estaban a su cargo. Momento en donde las acciones de las docentes, que debían
ser significativas para el proceso de constitución de la subjetividad, eran inadecuadas.
Por entonces me preocupaba que la falta de una mirada atenta y comprometida
sumado a una fuerte ausencia de contención afectiva en el vínculo pedagógico, se
hubiesen naturalizado en la cotidianeidad escolar, siendo el llanto de Sol parte
de las jornadas diarias. ¿Se podrá de esta manera otorgar calidad significativa
a las experiencias de los niños de manera fortuita?.
Sabemos, que
la falta de contención afectiva o la
expresión de una actitud indiferente ante situaciones escolares como las
mencionadas, puede ocasionar en los
niños la transmisión de sentimientos de desconfianza hacia el mundo, por lo que
me resulta imposible dejar de pensar en la baja o nula disponibilidad corporal y afectiva
que se observa en algunas docentes del nivel.
Si comprendemos
la importancia de atender la dimensión ética-emocional- social en el jardín
maternal podremos asumir con convicción unas de las formas de enseñar propias
del nivel, como lo es “participar en expresiones mutuas de afecto”. Esto supone entender al cuerpo del docente como
un sostén afectivo, que abraza y expresa su afecto estableciendo un vínculo amoroso,
de contención y seguridad.
Recuerdo que
una de las situaciones que me causó un gran dolor fue un momento en el que Sol
llorando, se acercó a mí y me abrazó larga y fuertemente. Como cualquier otra persona
-creo- hubiese hecho en mi lugar, respondí a su abrazo con la misma intensidad
afectiva dándole además un beso y acariciándola. No sabía si ello la iba a
tranquilizar pero desde mi lugar buscaba construir un vínculo de confianza y de
apego, intentando comprender sus emociones. Ahora bien, si reconocemos al jardín
maternal como una institución educativa es muy importante que asuma su
responsabilidad pedagógica, acunando y haciendo efectivos los derechos de los
niños/as. ¿Por qué digo esto? Porque todo niño/a tiene Derecho a crear lazos de
afectos con otras personas, disfrutar de ellos, y desarrollar sus emociones. Sin
embargo, este derecho se vulneraba frecuentemente en la relación de Sol con sus
maestras.
Así fue como
la abrace por un largo rato y su llanto comenzó a cesar paulatinamente. Esto me
produjo un sentimiento esperanzador de poder generar gradualmente una cercanía
afectiva con Sol. Sin embargo, minutos más tarde, se aproximó la docente auxiliar y me dijo: “Cuando se te acerque otra vez Sol déjala
sola porque si no se acostumbra…. y no
tiene que llorar mas”.
Este diálogo
me generó una gran incomodidad y perplejidad, no supe qué responder y sólo me
limité a asentir con la cabeza. Sin duda, fue una situación que me descolocó
porque no podía imaginarme qué hacer si Sol venía en busca de los únicos brazos
docentes disponibles y responder a su necesidad de afecto y contención desde el
rechazo.
En varias
ocasiones leí distintos autores que enfatizan con solvencia académica, la
importancia del afecto, el acompañamiento, la seguridad, la confianza y el
apego en las prácticas de enseñanza en el Jardín Maternal como organizadores
básicos y protectores que favorecen la construcción subjetiva de los niños, por
lo que entiendo que este pedido que las docentes me hacían era infundado.
Con el avance de mis prácticas, advertí que
Sol ya era vista como aquella niña que boicoteaba con su llanto las actividades
y que de algún modo: con chupete, con indiferencia o con imposición de un
¡Basta! había que silenciar, también se le adjudicaba cierta cuota de
responsabilidad en los conflictos que se generaban entre sus compañeros sin
siquiera haber sido observada, escuchándose así exclamaciones tales como “¡Ay
ay, seguro fue Sol!”.
Hoy a la
distancia de aquella vivencia, reflexiono acerca de algunos contextos
educativos donde los sentimientos de los bebés y niños/as no son respetados ni
tenidos en cuenta por los adultos que asumen su cuidado, donde algunas maestras
con una actitud apática, insensible y/o poco reflexiva favorecen la construcción de sentimientos de
desconfianza, de inseguridad, de descalificación, de desvalorización hacia sí
mismo, hacia los demás y hacia el mundo. Y considero que estas cuestiones no
son menores si comprendemos que el otro, desde la gratificación o la
frustración, la aceptación o el rechazo, nos sostiene, nos condiciona y, a su
vez, cada uno de sus actos son portadores de un orden social que contiene y
determina ese vínculo.
En los
primeros años de vida, es crucial favorecer un desarrollo emocional equilibrado
a través de un clima afectivo armonioso y estable, el cual permita la expresión
y canalización de conflictos. Por esta razón, la maestra que se desempeña en el
jardín maternal debe constituirse como persona
clave, como una figura de sostén. Pudiendo de esta manera, atender las
individualidades de cada niño, ir conociéndolo y supervisando su atención. Es esta
maestra constituida como “persona clave”, la que debe entablar vínculos
afectivos con los niños, brindarle tiempos de escucha, y desarrollar en ellos
la confianza en sus propias posibilidades. La cercanía afectiva entre la
persona clave y los niños, garantiza
relaciones estrechas de contención, conocimiento mutuo, y cuidado. Es necesario conjugar la intencionalidad
pedagógica con la contención maternante, a partir de sensibilizar nuestra
escucha hacia los niños.
Y si bien sé
que hay muchas “Sol” que nos esperan con los brazos abiertos, también entiendo
que es imprescindible detenernos a mirar con ojos críticos estas escenas
cotidianas porque todos los docentes
dedicados a la educación inicial debemos atender con compromiso y
profesionalidad la dimensión emocional- afectiva-ética, la cual ha de iluminar–como el Sol- con
ternura y sensibilidad toda la vida subjetiva del niño en su experiencia
escolar.